miércoles, 19 de diciembre de 2012

Justicia: Independencia y democratización

Si quisiéramos sintetizar las dos tesis que aparecen en pugna en torno al papel de los jueces en democracia y en relación con su independencia, diríamos que una −la que sostienen algunos sectores del oficialismo nacional− dice que "los jueces deben respetar la voluntad popular y el Parlamento" y por tanto, sus decisiones son insusceptibles de ser revisadas y la otra, que los jueces, como poder "contramayoritario" pueden abrogar sin más las expresiones normativas de los representantes del pueblo.
Sin entrar en ese rico debate que trasciende largamente a la Argentina, a los fines de esta nota sólo diremos que ayuda a esta disyuntiva la concepción de democracia sustancial de Norberto Bobbio: se refiere a qué es lo decidible o no en democracia o lo que debe o puede ser decidido por cualquier mayoría, y que está garantizado por las normas sustanciales que regulan el significado de las mismas decisiones, vinculándolas al respeto de los derechos fundamentales y los demás principios axiológicos establecidos por aquélla.
No hay dudas de que el juez debe sujetarse a la ley que se presume legítima ya que es emanada de los órganos representativos de la voluntad popular, pero esa sujeción ya no es ni puede ser, dice Luigi Ferrajoli, como en el viejo paradigma positivista que sujetaba la ley cualquiera fuere su significado: los jueces deben sujetarse a la ley válida, es decir, coherente con la Constitución, el marco de convencionalidad y los derechos fundamentales reconocidos en ellas. Y para ello en la democracia constitucional (sustancial), en favor del equilibrio de las funciones del Estado, los jueces ejercen en nuestro país el control de constitucionalidad difuso de las normas, y a cualquier modesto juez, pero esencialmente a la Corte Suprema, le es solicitada su intervención para que determine si una ley o decreto contraría los preceptos constitucionales y los valores y principios que la rigen.
Esta es la manera en la que los jueces participan del proceso político democrático: justamente evaluando si la norma emanada de la voluntad popular expresada por las circunstanciales mayorías parlamentarias, tiene coherencia con los significados constitucionales y convencionales. Por eso no hay que "despolitizar" al poder judicial, en el sentido de quitarle funciones que le son propias: el control de constitucionalidad significa la incursión del poder judicial en el plano de las decisiones políticas, que "integra el proceso democrático" (C. Nino).
No toda ley de la democracia es constitucionalmente válida: las denominadas leyes de punto final y obediencia debida fueron dictadas por mayorías parlamentarias democráticas y eran normas formalmente válidas: pero la Corte en el caso "Simón" las declaró inconstitucionales, no porque no respetaran la voluntad popular, sino porque eran sustancialmente inválidas: no respetaban los principios constitucionales y los instrumentos nacionales e internacionales de derechos humanos. Con mayor actualidad aún puede advertirse esto cuando la Corte Interamericana en el caso "Gelman vs. República Oriental del Uruguay" sostuvo que la "ley de caducidad" contravenía lo dispuesto por la Convención Americana, todo ello pese a que la llamada "ley de impunidad" además de haber sido sancionada por un parlamento democrático, fue ratificada por el pueblo uruguayo en dos ocasiones, a través de un referéndum en un primer momento y luego por medio de un plebiscito.
La independencia de los jueces no depende pues de la sujeción al poder político y a las mayorías parlamentarias (que lo eligieron) sino a la Constitución (por la que juraron). Más aún, significa respetar la voluntad soberana del pueblo en la norma fundamental: el juez debe respetar primero las normas del poder constituyente y luego las normas de los poderes constituidos. Este es el principal fundamento de la legitimidad de la jurisdicción y de la independencia de los jueces.
Coincidimos con la presidente cuando reclama que la independencia de la justicia (diría de los jueces) sea "no sólo del poder político sino también del poder económico y de las corporaciones", pero agregamos: corporaciones que no se circunscriben a los poderes mediáticos: en democracia hay constelación de poderes e intereses sectoriales, empresariales, eclesiales, militares, sindicales, que se expresan con mayor o menor intensidad según la correlación de fuerzas existentes en el seno de la sociedad y operan no sólo sobre jueces, sino también sobre legisladores, funcionarios y gobernantes, que tiene como grave consecuencia complejos circuitos de corrupción e impunidad.
También hay que asegurar la independencia de los jueces pero no sólo de esas presiones "externas" de los poderes fácticos (políticos y no políticos), sino garantizar la independencia "interna" que se manifiesta en la fuerza que los tribunales superiores ejercen para revisar sentencias que no reflejan la "adhesión" a los criterios jerárquicos. El juez no debe ser concebido como empleado del ejecutivo, ni del legislativo, pero tampoco como empleado de ningún tribunal superior.
Distinto es la "partidización" de los jueces, no sólo entendida como la veda de los magistrados en actividades político partidarias, sino cuando se convierten en "parte", porque expresan los deseos o intereses de sectores políticos, económicos o sociales al momento de dictar sus sentencias. Lo que hay garantizar es que el órgano jurisdiccional no sea "parte" sino "inter partes", es decir, un tercero. Sin imparcialidad no hay jurisdicción. Sin embargo, imparcialidad no puede confundirse con "neutralidad": el juez no es neutral porque no existe neutralidad ideológica y por tanto, no existe un juez "aséptico" y "desideologizado". Esto es una ficción. Como se ha dicho, el juez es un ciudadano que participa en un mundo de ideas, creencias, comprensión y visión de la realidad. No hay jueces "eunucos políticos".
Democratizar el poder judicial es pluralizarlo, despartidizarlo e independizarlo de (todos) los poderes. En realidad, lo que hay que democratizar es la administración de la justicia que no debe confundirse con elegir jueces amigos: la administración de la justicia se democratiza en la medida que permite el mayor acceso a la misma de los justiciables, en la medida de la extensión y eficiencia de sus servicios y en la medida que controla los abusos de poder. Parafraseando a Roberto Bergalli: en el primer caso, ampliando los espacios democráticos en el nivel jurídico de la sociedad que permita privilegiar en el plano jurisdiccional a los más débiles, a los sujetos jurídicos sometidos a una determinada relación social de subordinación. En cuanto a los abusos de poder: si no se ponen auténticos límites y controles de nada valdrán ingeniosas y más o menos modernas instituciones judiciales, porque no existe remedio legal contra el nombramiento de jueces adictos, ni contra la jurisprudencia obsecuente ni contra decisiones que no respetan la tradición democrática.